Permafrost, el gran cementerio helado de virus y bacterias se descongela
by rafa95jur in
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29 by June by 2020
En algunos de los lugares más fríos del planeta, la tierra ya no es firme. El suelo se encharca, se enfanga y se ondula debido al calor. El permafrost, la tierra perpetuamente congelada bajo la tundra de Siberia, Alaska o Canadá, se funde por el aumento de las temperaturas, que han llegado a niveles de récord como los 38 grados de hace una semana en Verjoyansk, en la gélida república de Yakutia (Siberia oriental). En este gran cementerio helado del planeta, con una profundidad que va de unos pocos metros hasta los 1.500; han aflorado perfectamente conservados mamuts lanudos, lobos del Pleistoceno o leones de las cavernas. Pero la descongelación también es capaz de desenterrar a otros seres más discretos y menos simpáticos: hongos, virus y bacterias, algunos capaces de sobrevivir tras millones de años «dormidos».
«En el permafrost existen diversos tipos de microorganismos, hongos, bacterias, arqueobacterias y virus de bacterias o de protozoos, al igual que en otros ambientes fríos y congelados. Algunos han podido cultivarse en el laboratorio, es decir, comprobar su viabilidad y en otros casos sólo se han detectado sus ácidos nucleicos», explica María José Valderrama, microbióloga de la Universidad Complutense de Madrid. Porque la congelación, ya sea en un laboratorio, ya sea en la naturaleza, ya sea en casa, no deja de ser un método de conservación efectivo. Y si por algo se define el permafrost es por permanecer congelado al menos dos años, aunque las capas más profundas pueden datar de cientos de miles.
Se estima que en el hemisferio norte, el permafrost representa 23 millones de kilómetros cuadrados, pero no se conoce el número de microorganismos que podrían sobrevivir en él. No ocurre solo con el suelo congelado. En general, en todo el globo terráqueo los cálculos apuntan a que se han desentrañado con precisión menos de un 1% de todos los microorganismos que pueden existir.
Ahora, los científicos estiman que hay un 10 por ciento menos de tierra congelada en el hemisferio norte que a principios de 1900. «Tanto Rusia, Alaska o el norte de Canadá tienen centenares de metros de permafrost, y lo que se está fundiendo es la capa superficial. Puede ser de unos centímetros en la Antártida, o de metros en Siberia o en sectores de roca, hasta cuatro o cinco, ya que la roca transporta mejor el calor», explica Marc Oliva, coordinador del Grupo de Investigación Antártico, Ártico y Alpino (ANTALP) de la Universidad de Barcelona (UB). El experto participó en la revisión publicada el año pasado del estado del permafrost en el conjunto de la Tierra. «Lo que se ve es que, a nivel mundial, se está calentando un poco, en determinados sectores más, sobre todo los sectores más fríos, y esta capa activa, esta zona que se descongela, también se está haciendo más profunda».
En esta nueva realidad, hay una vasta extensión de terreno en la que se han acumulado cadáveres, virus y bacterias durante milenios, que se está quedando al descubierto. Una observación que ha llevado a los expertos a plantear la posibilidad de que surjan enfermedades olvidadas, desconocidas o, simplemente, nuevos brotes de otras «populares». Sobre todo, después de que en 2015 se vinculara la aparición de la carcasa de un reno muerto hacía 75 años en la siberiana península de Yamal con un brote de carbunco que mató a un niño, infectó a decenas de personas y mató a 2.300 renos. Entonces se apuntó a la posibilidad de que la ola de calor que experimentaba la zona hubiera liberado esporas de Bacillus anthracis, capaces de reproducirse en unas condiciones ambientales propicias.
«Se han descrito brotes puntuales de infección por Bacillus anthracis en Siberia, pero no demostrado completamente que se hayan debido a la presencia de esporas que por descongelación hayan llegado a la superficie y a partir de ahí a los humanos», aclara Valderrama, que apunta a que en 2007 se interrumpió la vacunación contra el carbunco y esta podría ser la causa del elevado número de renos infectados, con los que habrían tomado contacto los afectados en el año del brote descrito.
A lo largo de los años, en el permafrost también se han encontrado múltiples cadáveres humanos, algunos con restos del virus de la mal llamada gripe española o incuso momias del siglo XVIII con síntomas de viruela, enfermedad erradicada gracias a la vacunación. Y aunque su estudio reveló restos de ácidos nucleicos similares a los del virus de la viruela, no significa que hoy sea viable y capaz de hacer enfermar a las personas, explica Valderrama. Aun así, «el riesgo cero en biología no existe», reconoce.
Con peligro o sin él, el permafrost no deja de ser un inmenso museo de historia biológica por explorar, perfectamente conservado y cada vez más accesible. Lo saben los investigadores del Centro Nacional de Investigación Científica de Francia, que en 2014 descubrieron a unos 30 metros de la superficie un nuevo (o viejo) virus. Era el Pithovirus sibericum, que llevaba al menos 30.000 años congelado y fue capaz de infectar amebas, sus víctimas, tras «revivirlo» en el laboratorio. Esta capacidad de resistencia también se ha encontrado en otros microorganismos, no necesariamente patógenos, como bacterias y levaduras encontradas en Groenlandia y la Antártida, que fueron aisladas en zonas de antigüedad datada entre 50.000 y 150.000 años.
Pese a la inquietud que estos descubrimientos puedan generar en los lugareños, «el desplazamiento de microorganismos desde zonas profundas del permafrost es un hecho hipotético que podría ocurrir (en biología se pueden contemplar todas las hipótesis), pero poco probable que ocurra de forma que cuantitativamente pueda afectar a la salud de los humanos o animales que habiten zonas cercanas», dice Valderrama. De hecho, preocupa más a la comunidad científica que, fruto su calentamiento, el permafrost esté disparando las emisiones de efecto invernadero y acelere el cambio climáatico.
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