El activismo por bandera
by alveo in
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29 by June by 2021
En una nueva concesión del gobierno municipal a la extrema derecha, el Ayuntamiento de Madrid se niega a colgar la bandera arcoíris de sus balcones.
Dice don Quijote en una de sus frases más transgresoras que “no es un hombre más que otro si no hace más que otro”. Hoy, llegado el mes del Orgullo LGTB, que despierta nuestros sentimientos más reivindicativos, tal vez deberíamos detenernos a pensar cuánto hacemos realmente para presentarnos con tanta frecuencia utilizando esa palabra de significado tan amplio. ¿Qué significa ser “activista”? No hacen falta cursos de gramática, ni mucho menos un sillón académico, para observar que el concepto tiene su origen en un acto, en ser activo, en actuar de algún modo concreto. Es fácil estar de acuerdo en que hay que hacer algo, por pequeño que sea, para ser “activista”. Lo que resulta más complicado es precisar cuán transformador debe ser el acto realizado para ganarnos el apelativo con la legitimidad necesaria.
Tomemos como ejemplo para nuestra reflexión un caso de actualidad. En una nueva concesión del gobierno municipal a la extrema derecha, el Ayuntamiento de Madrid se niega a colgar la bandera arcoíris de sus balcones. Finge Villacís que lo intenta, pero Almeida, alcalde por la gracia de Vox, la corrige y argumenta que es imposible colocar la insignia LGTB en la fachada del Palacio de Comunicaciones, porque una sentencia del Tribunal Supremo así lo indica. Se trata de una mentira más —más barata que las subvenciones que retiraron a nuestros colectivos—, para intentar nadar en nuestro Orgullo mientras guardan la ropa y le bailan el agua a sus acreedores ultras. Porque lo que dice esa sentencia es que cierta bandera independentista canaria no se debió colocar en su día en un ayuntamiento concreto, pero desde que el Supremo se pronunció ha servido para que en muchos lugares la extrema derecha, con el beneplácito de populares y ciudadanos, desplegara una caza de brujas contra el arcoíris que haría las delicias del Putin o el Orbán más enfurecidos.
Muchos ayuntamientos han caído bajo el yugo y las flechas de la extrema derecha y no podremos ver la bandera arcoíris colgando en sus balconadas
Algunos municipios hicieron oídos sordos a esa cruzada contra la visibilidad, defendiendo que no podía aplicarse aquella sentencia directamente. Otros, con ingenio castizo, sustituyeron banderas por lonas, que de lonas y pancartas nada dijo el Supremo. Pero muchos ayuntamientos han caído bajo el yugo y las flechas de la extrema derecha y no podremos ver la bandera que defiende nuestras ideas colgando en sus balconadas. En estos casos, ¿qué actos activistas podemos realizar para responder a esta afrenta a nuestro movimiento?
Podemos expresar nuestra condena en Twitter, hacer una publicación de denuncia en Instagram o escribir una honda reflexión sobre esto en nuestro muro de Facebook. Este activismo digital, cada vez más en boga, nos permitirá compartir nuestro enfado y, tal vez, sumar algunos apoyos a nuestras pretensiones. Pero sin una propuesta concreta en el contexto real la única transformación social que conseguiremos será la concienciación. Quizá prefiramos, entonces, sentarnos a reflexionar y escribir una columna de opinión o un grueso tomo sobre filosofía reivindicativa, pero sin alguien que quiera realizar las acciones que proponemos nuestras publicaciones no serán más que cantos al viento.
Por eso, podemos también comenzar a actuar del modo más concreto posible. Se puede escribir al Ayuntamiento y exigir a nuestro alcalde una explicación razonada y por escrito de sus decisiones. Se puede contactar con concejales y concejalas de la oposición para que en un pleno sonrojen, si es que esto es posible, al regidor que negó nuestra visibilidad. Aunque también se puede actuar de forma autónoma. Podemos increpar al alcalde si nos lo cruzamos por la calle y gritarle exigiendo nuestra bandera, como hizo Mar Griñó hace unos días al sorprender a Almeida rondando la puerta de la librería Berkana. O podemos también hacer lo que no hace el ayuntamiento y, ya que nuestras casas disponen de ventanas y balcones, colgar de ellos los arcoíris que la extrema derecha no quiere ver en ningún sitio. Por eso el pasado 26 de junio Berkana regaló 100 banderas a las primeras personas que pasaron por allí, para que en el día de nuestro Orgullo la ciudad de Madrid se llene con los colores que no gustan a Almeida y sus secuaces.
Una bandera arcoíris colgada en un balcón supone, sin duda, una forma de activismo: visibiliza una forma de comprender el mundo; pero puede ser mucho más que eso
Una bandera arcoíris colgada en un balcón supone, sin duda, una forma de activismo: es un acto que visibiliza una forma de comprender el mundo y defiende una serie de ideas en torno a los Derechos Humanos. Por eso decimos siempre que mostrando esos seis colores ofrecemos un mensaje de apoyo a quien los ve; que un joven que pueda sentirse desamparado sentirá cierto apoyo al observarlos, como si escuchara la voz de alguien que le dice “aquí hay alguien como tú que defenderá tu forma de existir”. Pero una bandera arcoíris puede hacer mucho más que eso. No me refiero solo a que puede ser el primer paso de un interesante conflicto deportivo e internacional que defienda nuestros derechos, como el que estos días ha recorrido Europa tras la negativa de la UEFA a que el estadio de Múnich se iluminase con nuestros seis colores como forma de denunciar la intolerancia del gobierno húngaro, que nos obliga a considerar que la UEFA es una cómplice encubierta de las políticas homófobas con las que Orbán maltrata a su pueblo. No, puede conseguir mucho más que eso. En este mes en que la bandera LGTB inunda los lugares más insospechados y, sin lugar a dudas, transforma su compromiso político en un reclamo comercial, provocando que tras ella no se oiga un mensaje de apoyo sino tan solo el tintineo de una hucha que espera nuestras monedas; se me ocurre que cada cual en su casa, con una bandera arcoíris a mano, puede transformar realmente las cosas. Puede poner a trabajar nuestra bandera de forma que con nuestro acto consigamos algo más que una sencilla visibilidad reconfortante.
Si el feminismo ha establecido ciertos códigos para que las mujeres puedan protegerse entre ellas, ¿por qué no podría nuestro activismo ofrecer recursos semejantes? ¿Por qué no escribir sobre la bandera que colgamos en el balcón el piso y letra donde vivimos, para que quien necesite un refugio momentáneo sepa donde hay un espacio en el que puede encontrar cobijo? Imagino a ese mismo joven del que hablaba huyendo de un grupo de violentos que lo insultan e intentan agredirlo y pienso en lo poco útil que le resulta una bandera que ofrece una complicidad colorida pero no un lugar donde refugiarse. Podemos ofrecer una ayuda material tangible, además de una visibilidad muy necesaria. Y, aunque con una acción como esta nos pondríamos en peligro, creo que quizá la forma más noble de activismo sea esa que no solo se queda en un acto sonriente, sino que supone correr ciertos riesgos para asegurarnos de que no los corre otra persona.
Pero, al fin y al cabo, más allá de lo que podamos o no hacer, debemos tener claro que un movimiento social no consiste en una competición; que en realidad no importa poder presentarse o no como “activista”, sino que lo que hagamos, por pequeño que sea, sea importante. Que transforme, que ofrezca una alternativa, que mejore la situación. “Bacía, yelmo, halo. Este es el orden, Sancho” escribió León Felipe en uno de sus mejores poemas. Igual puede ser nuestro activismo: graduado, tan comprometido como pueda, pero siempre útil, siempre transformador. Siempre quijotesco.