París, 1 de mayo de 1968
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1 by May by 2018
Una discusión entre un colectivo anarquista y el sindicato con más afiliación de Francia, hoy hace 50 años, mostró la potencia y los límites del mayo francés.
Cuando nos acercamos a las cronologías de Mayo del 68 podemos encontrar que prácticamente cada día está señalado en rojo. Sin embargo son muy escasas las referencias a algo que sucedió en París el 1 de mayo y que, en nuestra opinión, ofrece una clave interesante para entender una dimensión del 68 que habitualmente se infravalora: la conexión del movimiento estudiantil y el obrero.
Como cuenta Tomás Ibáñez en su Cronología (subjetiva) de Mayo del 68, ese día de 1968 un grupo de jóvenes, en su mayoría anarquistas, convocados por el CLJA (Comité de Enlace de Jóvenes Anarquistas) acude a la movilización de la CGT (Confederación General del Trabajo, sindicato mayoritario y adscrito al Partido Comunista Francés) de la que es expulsado por el servicio de orden. Entre los expulsados se encuentran algunas de las que posteriormente aparecerán como figuras destacas de las revueltas de mayo, organizadas alrededor del grupo 22 de marzo.
La historia se revolucionará de tal modo que en menos de dos semanas los grandes sindicatos franceses se verán obligados a convocar una huelga general el día 13 de mayo contra su voluntad, ante el empuje de la revuelta estudiantil, la certeza de que el movimiento 22 de marzo la convocaría en su lugar y sabedores de que si continuaban su oposición al movimiento universitario el desbordamiento obrero podría ser irreversible.
La abusiva acción del Estado contra los y las estudiantes desde el 3 de mayo y el valor con el que se habían enfrentado a la policía en la primera "noche de las barricadas" del 10 de mayo había extendido su popularidad multiplicando los apoyos entre la población. La tensión fue creciendo sostenidamente hasta que una semana después de que empezara la revuelta la chispa prendió inevitablemente entre la clase trabajadora francesa ese 13 de mayo.
Este encuentro entre la revuelta estudiantil y el movimiento obrero ha sido literalmente borrado del relato oficial de los hechos. Un relato que, como ha reconstruido con precisión Kristin Ross, aunque presente desde el principio fue oficializado a partir del final de los años setenta con el objetivo de descubrir en mayo el origen social y cultural del nuevo capitalismo neoliberal.
Es difícil ubicar y comprender una revolución que no surge como respuesta a la miseria sino a la abundancia, que no reclama una toma del poder sino su disolución
Según este relato (defendido con diferentes matices desde la izquierda y la derecha) la revolución del 68 (en París, México, EEUU, Praga…) habría contribuido definitivamente a destruir las certezas que sostenían el mundo de la posguerra, liberando unas fuerzas del deseo que desde entonces serían movilizadas por el mercado bajo las lógicas del hedonismo individualista.
Poniendo el foco únicamente en el movimiento estudiantil y ensombreciendo la implicación del movimiento obrero en mayo (no sólo ignorando la mayor huelga de la historia de Europa, sino también los símbolos, himnos y discursos que trabajadores y estudiantes enarbolaban), se ha construido un relato en el que los aspectos lúdicos borran del mapa la dureza de los enfrentamientos (con, al menos, tres muertos a manos de la policía y cientos de personas detenidas y torturadas) y las reivindicaciones de una vida mejor (cuantitativa y cualitativamente) quedan desdibujadas por las consignas poéticas y contraculturales que se podían escuchar y leer en las paredes del Odeon.
Esta interpretación no es completamente extraña al propio acontecimiento ya que desde el primer momento mayo se presentó como un movimiento radicalmente diferente a las revoluciones tradicionales. Es difícil ubicar y comprender una revolución que no surge como respuesta a la miseria sino a la abundancia, que no reclama una toma del poder sino su disolución, que no se sitúa en el centro del tablero sino que lo extiende hasta las periferias. El propio De Gaulle en declaraciones públicas el 14 de mayo se pregunta incrédulo de qué se quejaban unos estudiantes que tenían de todo: pantalones vaqueros, chicles, whisky, pelo largo, películas, libros, coches.
A pesar de que esto se haya convertido en un lugar común y que ofrezca unas claves de interpretación interesantes, hay que hacer hincapié en que la situación de la Francia de 1968 no era tan idílica como a veces se nos cuenta. En el malestar que se cultiva antes del estallido convergen tanto condiciones objetivas como subjetivas (si es que se puede establecer una separación así).
El mundo del trabajo era bastante diferente del relato mítico que nos habla de un Estado de bienestar pacífico y feliz: era habitual el cobro por día o por hora trabajada (la extensión del cobro mensual en numerosos centros de trabajo fue un éxito de las huelgas de mayo), se presentaba una fuerte distinción entre obreros cualificados y manuales, comenzaba a percibirse un crecimiento exponencial del desempleo que se cebaba en los sectores menos cualificados y sobre todo era evidente un paulatino descenso del poder adquisitivo a pesar de las subidas salariales alcanzadas (una tendencia que dejará en nada buena parte de las mejoras salariales conseguidas en junio, a causa de la inflación).
A esto hay que añadir los efectos de la extensión del taylorismo y la cadena de montaje que son vividos, especialmente por los trabajadores y trabajadoras jóvenes, como una fuente de embrutecimiento intolerable (el mismo Taylor aseguraba que las tareas de un obrero manual podrían ser realizadas por un "gorila amaestrado", como nos recuerda Antonio Gramsci).
En un contexto así —en el que mayo predice con meridiana claridad la crisis económica de los 70—, no es de extrañar que la chispa de la revuelta estudiantil prendiera en el mundo obrero aunque las condiciones no fueran de extrema necesidad.
De Gaulle no podía entender por qué protestaban los estudiantes porque estos no lo hacían sólo por las condiciones universitarias (o por la separación entre chicos y chicas en los colegios mayores), sino también contra la alienación que les esperaba en el mundo del trabajo.
La izquierda no podía comprender ni a unos ni a otros porque ella misma (especialmente el PCF y la CGT) era parte del entramado político, económico y social que buena parte tanto de los estudiantes como de los obreros rechazó en mayo (implícita o explícitamente) y no podía concebir una forma de oposición fuera del espacio que ella ocupaba. Todo lo que la desbordaba era aventurerismo, infantilismo e izquierdismo… hasta que, como hemos adelantado, se vio obligada a convocar una huelga general por el empuje de aquellos mismos estudiantes que había expulsado de la manifestación del 1 de mayo y a los que había despreciado como un movimiento grupuscular y pseudo-revolucionario.
Otro de los tópicos del contexto de 1968 es el de la paz social. También relacionado con las supuestas condiciones idílicas de la posguerra europea, el Estado de bienestar se nos presenta como resultado de un gran pacto entre clases y organizaciones políticas (de izquierda y derecha) que, renunciando a sus programas de máximos, habrían conseguido un acuerdo por el bien común.
Esta perspectiva olvida que la historia de la Resistencia francesa al nazismo está indefectiblemente unida a la historia de la clase obrera, olvida la importancia de las ocupaciones de fábricas en 1936 (que forman parte de la memoria colectiva de los huelguistas en mayo) y olvida, en general, que el Estado de bienestar es fruto de la capacidad organizativa del movimiento obrero y de las condiciones excepcionales de la economía de posguerra (que permitían un crecimiento económico desconocido hasta la fecha y que no se ha vuelto a repetir).
El Estado de bienestar es resultado no del pacto de clases sino de su lucha y concretamente de las victorias de la clase trabajadora en la primera mitad del siglo. Los treinta gloriosos que los relatos (a izquierda y derecha) ensalzan y pretenden recrear, finalmente ni fueron treinta ni fueron gloriosos.
Esta cuestión es importante porque si perdemos de vista que mayo es hijo de una historia de victorias obreras se nos hace imposible comprender cómo esos melenudos y esas chicas con pantalones vaqueros cantan la Internacional junto a los obreros de las fábricas de la periferia. El relato de la "revolución divertida" se empeña en decir que los enragés [furiosos] soñaban con ser Jim Morrison, pero las fotografías de la Sorbona ocupada nos siguen mostrando cómo ondeaban durante más de un mes la bandera negra, la bandera roja y la del Vietcong.
No se trata en ningún caso de realizar un ejercicio de nostalgia por unos símbolos que difícilmente volverán y que en nuestros días no movilizan a quienes pueden cambiar el mundo, sino de hacer hincapié en el sentido estrictamente político que tiene el relato hegemónico sobre mayo del 68 que inunda este cincuenta aniversario.
En mayo las reivindicaciones económicas convergen con las críticas a la alienación señalando que no basta con tomar el poder ni estatalizar los medios de producción, sino que es necesario revolucionar la existencia entera para cambiar las cosas
Los tan rupturistas estudiantes de mayo se sabían herederos de una tradición centenaria y no tenían reparos en reivindicar la Comuna de París o la revolución española. ¡Extraño movimiento juvenil y contracultural este que pinta en las paredes "proletario es aquel que no tiene ningún poder sobre el empleo de su vida y que lo sabe"!
Contrariamente a lo que pensaba el gobierno francés y la izquierda oficial la llamada de los estudiantes al mundo obrero no respondía al aventurerismo ni a retóricas grupusculares, y los momentos de comunicación y acción en común, a pesar de las dificultades (en su mayor parte impuestas por las centrales sindicales que no querían perder el control de las fábricas), muestran una vocación radicalmente inclusiva y abierta del movimiento de mayo.
Por más que se borre la segunda parte de esta historia, lo que parecía ser una algarada juvenil provocada por la represión a los estudiantes (no se debe olvidar que todo comenzó en solidaridad con los detenidos en una protesta contra la Guerra de Vietnam) terminó convirtiéndose en la mayor huelga que ha conocido el movimiento obrero en más de un siglo de historia.
A mediados de mayo el país estaba completamente colapsado: el franco no cotizaba en bolsa, no había gasolina, toda la red de transportes estaba paralizada, la televisión había dejado de emitir, la seguridad del Estado había sido militarizada… Y sin embargo, en lugar del caos y la guerra civil, la solidaridad fue construyendo sin planificación un circuito "económico" alternativo de distribución de productos de primera necesidad (especialmente alimentos) que surtía las ocupaciones desde las provincias. Jacques Baynac relata, por ejemplo, cómo al edificio de Censier llegarán veinticuatro toneladas de alimentos en tres semanas, a través de una red horizontal creada por antiguos miembros de la resistencia que trabajan en el campo francés y se identifican de inmediato con los enragés del Barrio Latino.
Al final de mayo, con su derrota inapelable (a pesar de que se arrancaron ciertas victorias tanto para el movimiento estudiantil como para el obrero) se hizo evidente que aquel pequeño grupo que fue expulsado de la manifestación del 1 de mayo había hecho avanzar la historia del mundo más que la izquierda en décadas. Esto se debe a que su experiencia estaba más cerca de las vivencias de la alienación y la explotación de los trabajadores que los cuadros sindicales que los decían representar.
Mayo constituye un hito, pero no sólo el hito cultural de una juventud que se libera de las costumbres de sus mayores como se nos repite incesantemente, sino un momento en el que las reivindicaciones económicas convergen con las críticas a la alienación señalando que no basta con tomar el poder ni estatalizar los medios de producción, sino que es necesario revolucionar la existencia entera para cambiar las cosas.
El grito de mayo mostraba algunos rasgos de la pequeña burguesía universitaria, pero estaba cargado de una experiencia —el aburrimiento— que marcaba fundamentalmente la existencia cotidiana de la clase obrera francesa y daba nombre a su opresión. En este sentido la frase del situacionista Raoul Vaneigem popularizada por una pintada en mayo refleja mejor que ninguna ese momento irrepetible en nuestra historia reciente en el que las condiciones materiales de existencia y el empuje de las victorias pasadas hacían pensar no sólo en acabar con la miseria económica, sino también con la vital: "no queremos un mundo en el que la garantía de no morir de hambre equivalga al riesgo de morir de aburrimiento".
Esa conexión entre lo que se ha llamado "crítica social" y "crítica artista" puede ser lo que mejor caracteriza un acontecimiento que, a pesar de la distancia, aún hoy encierra claves interesantes para comprender el presente. Como ya hemos dicho, no se trata de identificarnos como portadores de un relato mítico ni de tratar de recuperar unos símbolos del movimiento obrero que han perdido su fuerza, sino de comprender cómo ciertas dinámicas aparecen mientras otras quedan sepultadas por el tiempo justamente porque nuestra historia está abierta. En las plazas de nuestro país, en 2011 nuestra generación aprendió esa lección, pero esa es otra historia (o no).